Colombia: El paraíso de los desamparados
Que nuestra condición se muestre en toda la majestad de su horror
Jorge Zalamea, El Sueño de las Escalinatas
Una excelente e igualmente desconocida película norteamericana[1] – aunque “excelente” y “norteamericana” parezcan una contradicción en los términos cuando se trate de cine– supone la historia de un muchacho blanco con problemas mentales que va a dar a la calle viviendo con un viejo mendigo negro. Aquel lo “adopta” y lo protege en una dura y descarnada pelea contra el asfalto y la miseria diaria en una urbe del Imperio del Norte. El Santo de los Desamparados, una suerte de alegoría de nuestros tiempos con múltiples vidas e historias que comparten un mismo destino asfixiante en esta sociedad que no tolera a quien se descarrile. Y usualmente obliga a descarrilarse a millones de individuos fragmentados y dispersos que asumen cada cual su propia asfixia, su porvenir infausto bajo la peor desgracia concebible en el mundo capitalista: ser pobre. En un punto mágico y huidizo, la historia transcurre dentro de unos abandonados subterráneos del metro. Los mendigos son felices por un instante compartiendo su pobreza.
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Al finalizar la semana miles de vidas diferentes caminan algunos kilómetros desde las miserables zonas olvidadas de nuestra ciudad para asistir a un profuso y atávico acontecimiento: el paraíso de los desamparados en que se convierten las riveras de la quebrada La Cristalina y del Río Otún en un paraje rural llamado San José muy cerca de Pereira.
La Cristalina, curso transparente de aguas frías que hace completo honor a su nombre, brota de algún cañón en el recóndito páramo comprendido entre los paramillos de Santa Rosa de Cabal, la laguna del Otún y las pocas aldeas campesinas que quedan cerca al nevado de Santa Isabel, a más de 3.500 metros de altura. Se descuelga desde la cordillera central siguiendo unas curiosas formaciones rocosas que ciertos conocedores explican con la aparición hace
millones de años de ríos de lava que cayeron perezosamente desde el volcán de Santa Isabel por la cuenca de las montañas. El correr del agua durante siglos acariciando la roca ha horadado y perforado unos pozos naturales que asimilan piscinas y dan su peculiaridad al lugar. “Charcos” como les llama la muchedumbre; la profundidad llega incluso a los 4 metros intrincada de cascadas pequeñas, torrentes, rápidos y remolinos, todo ello rodeado de prodigiosa vegetación húmeda y guaduales de un verde enérgico. En la parte alta de la quebrada se encuentra un sitio en el cual las rocas fueron talladas por los indios, quizá en épocas precolombinas, con unas figuras en espiral y en círculos concéntricos iguales a caracoles como los del sombrero Guambiano o el sombrero Sinuano, este lugar se conoce por el nombre de “Piedras Marcadas”.
Las multitudes que saturan las orillas de La Cristalina al finalizar la semana exhiben en común su origen en las capas más bajas de la sociedad pereirana provenientes de los peores barrios y oficios. Por su cercanía geográfica La Cristalina es “el balneario de Villa Santana”, sector deprimido en el oriente de Pereira arruinado en la violencia y la drogadicción.
Los pereiranos adinerados van a lujosos clubes y fincas de veraneo los domingos.
Los pereiranos arribistas del promedio por su parte, atestan una docena de horripilantes centros comerciales con el impulso bruto de consumir desaforadamente, consumándose hasta reventar bajo la alegría artificial del gasto compulsivo y la feria de las apariencias: simulando ser otros que visten, gastan y comen como se supone que deben comer, gastar, vestir esas otras sombras ideales de la caverna de Saramago sólo tangibles y perceptibles en el bombardeo ametrallante de la publicidad y la manipulación mediática; al mismo tiempo sus conciudadanos desposeídos y humillados recrean un ritual inverso donde la miseria, las carencias, la fealdad y la imperfección en todas sus manifestaciones se revelan prístinas y absolutas sin ningún velo, sin apariencias, lejos de aquella epidemia del consumo innecesario y el artificio, en una comunión descarada sin vergüenzas, casi impúdica, con el río y la naturaleza.
Abundan los sancochos, los asaditos, las fritangas, deliciosos banquetes que las familias del pueblo acostumbran para amenizar su paseo en el río. Las riveras se llenan de matronas gordas ataviadas con un mal gusto añejo, de prostitutas callejeras en vacaciones, de obreros de la construcción provistos con cuerpos labrados por la faena y vendedores ambulantes en su día de veraneo. Pero más que nada el río se llena de pandilleros, de matones de barrio; maleantes de la más ruin especie. Los mismos pistoleros que se acribillan a tiroteos matándose
entre sí en guerras atroces, azotando una tras otra vez los barrios pereiranos, seres manchados de tatuajes turbios y desnutrición crónica, de miradas perdidas y conversar pausado, los “parceros” que convierten por épocas nuestra pequeña ciudad en la más violenta del país más violento del mundo, los protagonistas esenciales del infierno de la violencia, como en un sueño armonizan en una fraternidad
aterradora para lanzarse por turnos al agua en arriesgados saltos desde las peñas y para fumar gruesos cigarros de marihuana, que comparten amistosos entre todos. Entonces, lo que no logran las campañas siempre inútiles de los gobernantes para frenar la violencia callejera, lo consigue la marihuana y el paisaje hermoso de La Cristalina donde son decididamente inusuales y extrañas las riñas o las peleas, a pesar que un primero de enero o un veinticinco de diciembre cualquiera contaría sin dificultades varios miles de pobres apiñados en sus vegas verdes y húmedas cocinando meriendas en fogones de leña. Retirando de su boca un fragante recipiente lleno de pegante amarillo, cierto fulano sentencia que aquí “nadie se mete con nadie”, apoteósica síntesis ilegal de la convivencia y la tolerancia. Y casi también de la trajinada filosofía ética de Emmanuel Kant.
Parte del espectáculo es la temeridad y el sorprendente desdén por la vida y la integridad propia – abundante se derrocha por estas tierras – que profesan los pillos y “parceros” al arrojarse en saltos mortales y clavados desde las peñas.
Parecen alimañas autodestructivas que no contentos con intoxicar su organismo lo someten a un baño de emociones extremas. En una danza coqueta con el peligro, siendo apenas niños olvidan el miedo y aprenden la magia de volar por los aires girando en el instante preciso, “cuchareándose”[2] al penetrar el agua para no estrellarse violentamente contra el fondo y nadando estilos lumpescos e improvisados carentes
de toda técnica. Al arrojarse drogado desde cinco, seis o hasta diez metros de altura, el clavadista empírico juguetea con su vida que de todos modos no vale nada y a nadie le importa, porque es el desperdicio de una sociedad que entre tantas cosas le ha negado además la esperanza y el amparo. Uno de los pozos más bellos del lugar al tiempo que el más peligroso posee el sugestivo nombre de “El Ataúd” por la doble razón de parecer un cajón, una tumba (caverna oscura donde una cascada chorrea creando un poderoso remolino) y por haber reservado la muerte a muchos infortunados destrozados contra los riscos o ahogados en su fondo caudaloso.
En aguas de otro pozo profundo bautizado “Burbujas” debido a un torrente que se vierte en incontables borbollones los pandilleros se reúnen con sus intimidantes perros Pit Bull, ejercitando clavados y saltos de una estética ruda que se incorpora al entorno. Sin embargo, el verdadero apogeo acontece en un charco amplio de poco calado cercano a la desembocadura de La Cristalina en el Río Otún, donde una fonda que lleva allí toda la vida suena músicas vulgares y melodías tropicales: una masa de descamisados, de perros feos sin raza, de niños ruidosos con mozuelas desbordantes de voluptuosidad y ancianas arrugadas en infinitos colores diversos irrumpe las aguas en neumáticos inflados o sin ellos, en bañador o en harapos en tanto que un montón de comidas y olores y ruidos y gritos se acumulan en las orillas,
sin que podamos evadir un equivalente monstruoso y exacto, asombrosamente preciso, con los márgenes del Ganges; ese río sagrado de la India donde se bañan todos los días millares de menesterosos queriendo lavar sus culpas, en un revoltijo de impresiones y sensaciones exóticas hormigueantes, expresión pura del atavismo milenario que impresionó tan hondo al lúcido Jorge Zalamea como para inspirar su poesía más conocida: El Sueño de las Escalinatas. Quien muere a orillas del Ganges tiene la fortuna garantizada del paraíso.
En La Cristalina crece hora tras hora la audiencia, hasta que la multitud colma el sitio sin pretensiones de juzgar nada ni a nadie como en el poema de Zalamea, a no ser la simple constatación de que se haga justicia únicamente un momento sobre la tierra y los que nada tienen puedan vivir un instante de plenitud, dueños de lo inconmensurable, inundados por la belleza.
Al morir el sol, la estrecha carretera que conduce a Pereira se riega otra vez con la caravana populosa de paseantes que retornan. En un atisbo insólito de lucidez la inoperante Alcaldía Municipal emprendió la construcción de un malecón peatonal a lo largo de la rivera del Río Otún que pasará por La Cristalina. Los pobres podrán caminar tranquilamente hacia la felicidad cada domingo, trayendo a la vida de nuevo la vieja tradición – tan vieja como los ancestros indígenas de quienes heredamos la sana costumbre del baño diario – de pasar un día en el río, como hacían nuestros abuelos en las orillas del Otún y el Consota hace medio siglo, antes que el crecimiento urbano ensuciara sus aguas poblando laderas de invasiones y barrios marginales.
Nuestro país está colmado de paraísos como estos, sin tarifas ni restricciones, donde la pobreza y el entorno agreste copulan en una unidad primigenia esencial sin necesitar casi nada más que el agua y el sol cálido para caer presos de la felicidad, sumidos en la sencillez y la abundante naturaleza: el resplandeciente río Guatapurí a las afueras de Valledupar, el río Pance en Cali, el sensacional estrecho del río Magdalena con el germen de una cordillera a cada lado, el pequeño poblado de San Cipriano cerca a Buenaventura con uno de los ríos más sublimes de Colombia, la bahía pintoresca de Taganga, el caño Cristales con colores que brotan de algún lugar más allá de la realidad…
Quizá el avance de la devastación modernizante, de la gran minería multinacional o del rentable negocio del turismo priven a los pobres el placer de disfrutar del agua que corre libre y el sol, algo que hasta ahora no vale nada y por eso mismo tiene el precio más invaluable e inalcanzable para los estúpidos y amanerados arribistas.
Este domingo los últimos entre los últimos, los parias de esta ciudad que parece una llaga infecta, irradiarán sobre la mundana tierra un poco del paraíso inabarcable durante el breve y a la vez eterno espacio de un día tropical: auténtico paraíso de quienes no tienen amparo; sueño cristalino y bello del que despiertan abruptamente en el angustioso infierno de todos los días.
Camilo de los Milagros.
Adjunto además un fragmento digitalizado de una grabación en 33 revoluciones donde el maestro Jorge Zalamea recita El Sueño de las Escalinatas.
[1] Se consigue por internet: “The Saint of Fort Washington”, con Danny Glover y Matt Dillon.
[2] Cuchareo, del castellano “cuchara” este a su vez del latín “cochleare” (antigua medida para los granos). Dícese de una complicada maniobra que hace el clavadista espurio al voltear su cuerpo una vez entra en contacto con el agua, semejante al movimiento que hacen las cucharas al entrar, virar y salir de la sopa.